domingo, 28 de enero de 2007

Nuevas fábulas del Chamán

Guillermo Trujillo en la Maison de l’Amérique Latine

Adrienne Samos


París acogió por primera vez una exposición dedicada a Guillermo Trujillo en el umbral de sus ochenta años. Medio centenar de acrílicos recientes colgaron en las suntuosas salas de la Maison de l’Amérique Latine durante el pasado mes de septiembre. La amplísima y compleja gama de emociones y formas que recorren estos lienzos demuestra no sólo que su energía creadora sigue ilesa, sino además que lejos de ir abreviando su estilo con los años —como tantos otros artistas— el maestro panameño ha logrado multiplicar sus peripecias.

En el campo temático, lo suyo es una insólita mezcla personal de símbolos arquetípicos, de configuraciones precolombinas, de ritos y elementos indígenas locales, de memorias de infancia en su pueblo costeño natal y de la naturaleza salvaje del trópico. A la vez, la mitología trujillense es pura invención porque no se ciñe a ningún rito o cultura, sino a su propia exaltación poética.

“La vieja mitología está muerta”, dijo una vez Trujillo, refiriéndose a la necesidad de inventar mundos e interpretar el nuestro, pero con firme mirada en el pasado y en el omnipresente entorno tropical. Así, su imaginario se ha ido poblando de una maravillosa simbiosis del mundo animal, vegetal y humano, y de toda la fauna urbana de Panamá mezclada con figuras de la mitología prehispánica: militares y guerreros, manglares, flora, cerros y llanos, cultivos, chamanes, burócratas y tiranos, señoras de alcurnia y maleantes, bañistas, amantes, aves, perros y gatos, brujos, aquelarres, danzas, jolgorios y ritos agrícolas.

¿Qué diferencias concretas hay entre sus fábulas de ayer y hoy? Me parece que su vertiente irónica, siempre aguda y penetrante, ha dado paso a un temperamento más sutil y relajado, a una mirada más serena y abierta a los detalles plurisensoriales de la realidad y de su propio arte. Figura, sentimiento y paisaje se identifican, funden y confunden en la fluctuante vibración de sus trazos para crear las obras más luminosas y variadas de su carrera.

Por un lado, están los cuadros que presentan cuerpos semejantes a nuchos (bastones ceremoniales de los kunas), rígidamente plantados cual troncos (y que, por cierto, se relacionan íntimamente con sus esculturas en bronce por su elegancia clásica y una clara vocación monumental). Ejemplos son Reunión con muchos jefes o El santuario, cuyo enjambre de ramas emula los brazos alzados de los personajes y entrelaza el fondo con los primeros planos. En Nuchos con trajes ceremoniales el movimiento proviene del viento— que “vemos” gracias a los troncos ondulantes— y del trazo mismo. Corto, ágil y suelto, su rayado puntillista relaja la severidad de las formas y hace que todo vibre, incluida la luz.



Una de sus técnicas más complejas consiste en “tejer” con la pintura (no por caso es también un virtuoso del tapiz y del grabado), es decir, rayar una infinita serie de líneas que se entrecruzan y entrelazan varios planos, creando una paradójica sensación de densa levedad. Además del trazo y las formas sinuosas de la flora, esa levedad densa y ágil se logra a través del juego entre la copiosa superposición de planos y el color, como se hace evidente en los extraordinarios Atardecer y El señor de Urabá. El color en manos de Trujillo hace cualquier cosa: brilla, explota, murmura, baila, amenaza, revela y esconde.

En otros lienzos esas largas efigies que parecen nacer de la tierra abandonan su acusada verticalidad para levitar y brincar en todas las direcciones. Uno de los casos más extremos es Graffiti prehispánico, donde profusas líneas finísimas irradian unas figuras ambiguas que se retuercen y fusionan sobre un trasfondo de tres patrones distintos, como si el artista hubiera arrancado varias capas para dejar entrever mundos ocultos. A menudo sus paisajes también despliegan una belleza casi abstracta, como Arrozales, con su atmósfera onírica, evasiva, secreta, sumida en texturas imprecisas y en tonos sobrios y tersos.

La hibridación visual de Guillermo Trujillo apunta al chamán, al hechicero dotado de poderes.
Algo de cierto hay en ello, como en todo gran poeta. Pero además, como parece decirnos El señor de Urabá, apunta a la experiencia subjetiva del artista, proyectada desde su propia condición de ser humano que se sueña en un cosmos imaginado por él y que nos invita a descubrir.

Su pintura —aún recia y fecunda, como se demostró en París— es un homenaje a los misterios seductores de la vida, y a la comunión entre nosotros y el todo. Trujillo se burla de nuestra necia arrogancia a la vez que celebra nuestro espíritu gregario, y lo hace con sentido del humor, erotismo, fantasía, espíritu lúdico y afecto. Su obra constituye una metáfora elocuente del fértil cruce que puede darse entre las culturas y los espacios temporales que dibujan una nación y más allá. Metáfora tan abarcadora que ha repercutido con fuerza en el lenguaje y el ánimo de innumerables seguidores.