miércoles, 6 de junio de 2007

Ocho apuntes alrededor de una feria



Alberto Gualde


Tanto se habló de la más reciente Feria del Libro, tantas palabras quejumbrosas o laudatorias fueron pronunciadas, que por contraste, pensé quedarme en absoluto silencio. Pero impulsado por amigos (¿perversos?, ¿malintencionados?) decidí, finalmente, realizar un aporte modesto a la creciente inundación de opiniones. Por razones profesionales me tocó estar casi todos los días en el recinto ferial, en ocasiones hasta doce horas seguidas. De esas intensas, asfixiantes y -en ocasiones- tediosas jornadas, transcurridas entre persecuciones implacables a escritores extranjeros, lecturas ocasionales, charlas con gestores, editores, funcionarios, lectores y aspirantes a todas las categorías anteriormente mencionadas, salen estos apuntes ligeros. En su cuarta edición, puede decirse sin lugar a dudas, que la Feria del Libro de Panamá es un evento consolidado, que atrae un amplio número de participantes ávidos por involucrarse en los mútiples eventos y encontrarse con estimulante material de lectura. Sin embargo, lo que podríamos considerar un extraordinario éxito participativo, no evita que existan diversos aspectos que resulta imprescindible mejorar. He aquí una reducida lista de comentarios y sugerencias esenciales.

1) Los libros y los precios. La oferta de este año no fue la mejor. Si bien los organizadores de la Feria no poseen el control total sobre la calidad de la oferta, podrían realizar un esfuerzo más intenso para ampliar la calidad y diversidad de los libros ofrecidos al público. Hay que destacar que España (país invitado) donó sus libros a la Biblioteca Nacional, por lo que será un asunto de paciencia el acceder a ellos, aunque sea en calidad de préstamo. Igualmente las ofertas de Santillana fueron importantes (cada ejemplar de la colección Punto de lectura estaba a $4.00). Además uno podía contar con el insólito placer de adquirir un libro de poemas del incombustible César Young por veinticinco centavos en el pabellón del INAC (aunque cuando se lo comenté, el poeta exclamó escandalizado: “¿me venden tan barato?”). Hubo ofertas interesantes en el pabellón peruano (invitado especial de la próxima edición de la feria) aunque su propuesta era escuálida en exceso. Por el lado opuesto, el stand del Fondo de Cultura Económica (México) ofrecía una interesantísima propuesta, pero a precios tan elevados, que muchos posibles compradores, entre los que me encontraba, creímos que los precios no estaban marcados en dólares sino en pesos mexicanos.


2) La organización. En términos generales se respiraba un aire caótico, apoyado con entusiasmo por un grupo de voluntarios (espero) cuya tendencia general era ignorarlo todo. Si llegaba una señora con una consulta sobre boletos regalados por embajadas o un animador infantil preguntaba por el horario de su presentación, la respuesta era invariablemente “no sé”. Una respuesta reiterada a lo largo de una infinidad de dudas que buscaban resolución. Además hubo detalles muy divertidos, como escuchar por los altoparlantes que la autora fulanita firmaría libros en el stand número 56, para luego descubrir que ningún stand tenía números visibles. Para futuras ediciones sería imprescindible una oficina o escritorio accesible (no una obscura habitación en el segundo piso con un descorazonador letrero que rezaba “sólo personal autorizado”) para resolver dudas y conflictos del público asistente. Del mismo modo, un espacio oficial y específico para resolver problemas con la prensa se hace más que necesario. Pero no quiero adelantarme.

3) Relaciones con la prensa. Entrevistar a alguno de los escritores asistentes se convirtió en una proeza. La organización no dispuso de un espacio para la realización de entrevistas y, lo que es peor aún, de un itinerario de prensa para los escritores participantes, que estaban tan despistados como los propios periodistas que buscaban recoger sus impresiones. Muchas veces, los organizadores ni siquiera podían responder sobre si algún autor había llegado a Panamá. Entonces tocaba buscar información de cualquier modo, imperando la táctica de la bola y el bochinche: “me dijo en el baño un vendedor de la editorial X que el escritor fulanito no va a venir”. Al final, los resultados dependían de la propia habilidad del periodista para destacar en el arte de la búsqueda insistente y la supervivencia ferial, y en ocasiones de la gentileza organizativa y la buena voluntad de editoriales como Santillana o funcionarios diligentes, como los de la Cámara del Libro de España.

4) Los autores. Seamos honestos: no fue la mejor cosecha. Extrañamos algún autor de la talla de Carlos Monsivais, participante estelar en la edición anterior. Además la elección de España como país invitado sugería posibilidades que a la larga no se cumplieron. Entre la presencia española hay que destacar a Javier Reverte, un autor de bajo perfil, pero poseedor de estupendos libros de viaje y de una personalidad chispeante que supo alegrar los eventos en los que participó. Otro autor relevante fue el lúcido narrador, poeta y ensayista colombiano William Ospina quien presentó su novela histórica Ursúa, dueña de un lenguaje de altísimo calibre poético. Creo que si se consigue un compromiso más intenso por parte de las embajadas, en la próxima edición podríamos tener un número mayor de autores cualitativos de procedencias diversas.

5) Los espacios. En general la distribución espacial de la feria es abigarrada en exceso. En esta edición solo España formuló un espacio amplio, que incluía mesitas y butacas para que el público leyese. Aquí hay una clave. Es evidente que el planteamiento español representa un lujo que únicamente se puede dar quien no vende sus libros. Pero la feria podría ofrecer espacios de lectura para aquellos que luego de adquirir un determinado texto, desean entregarse a una fogosa lectura inaugural. Es decir, que se podría buscar “espacios-respiradero” como una suerte de pausa en medio del vértigo apretado, propio de una feria de este tipo.



6) La comida. Los dos puestos para comer eran atroces. Se hace imperativo un lugar donde los asistentes puedan detenerse y disfrutar algún mínimo placer gastronómico. No basta con comer de pie algunos equivalentes a carne en palito (pollo en palito y salchicha en palito) acompañados de frituras diversas, que dicho sea de paso, dejaban el recinto ferial con un profundo aroma de fritanga y fogón, sin duda muy adecuado para espacios al aire libre, pero algo sofocantes y espesos en un recinto ferial cerrado. Además a medio día los diferentes vendedores de los stands comían sobre los libros, generando una imagen poco apropiada y peligrosa para la integridad de los ejemplares expuestos a la inminente amenaza de manchas de mondongo. ¿No sería posible habilitar un espacio que funcione como cafetería dentro de las inmensas entrañas del Centro de Convenciones Atlapa?

7) Los eventos Daba la impresión que los organizadores padecen un severo caso de horror vacui. Todas las salas habilitadas de Atlapa presentaban eventos de manera simultánea. No importaba si tres eventos estelares quedaban a la misma hora o si en algunos momentos tocaban tres plomazos simultáneos, incluidos con el fundamental propósito de rellenar espacios. Pero programar tres eventos atractivos a la misma hora es un acto de crueldad para un público que muchas veces intentaba multiplicarse, obviamente sin conseguirlo. Hay que destacar eventos que contaron con apoyos organizativos extra-feriales (tanto individuales, como por parte de algunas embajadas). Ejemplos destacados fueron la presentación de la narradora nacional Consuelo Tomás y el conversatorio sobre García Márquez (obviamente programados a la misma hora).


8) El protocolo y despedida. Muchos autores panameños se quejaron amargamente por diversos desplantes y situaciones no muy placenteras por parte de la organización. No sé si tomarlos demasiado en serio, porque muchos de ellos son expertos cultores del arte de la queja. Debo señalar, sin embargo, que las entradas para moderadores, participantes oficiales o periodistas eran casi imposibles de conseguir. Pero hubo una situación que definió a la perfección el concepto de infierno protocolar. Una escritora española, posiblemente una de las “estrellas” supremas (para bien o para mal) de la feria, participaba en un coloquio al que asistí. Poco antes de empezar, la autora solicitó una soda para refrescarse. La respuesta de la persona que representaba a los organizadores fue austera, lacónica, desértica: “no hay”. En ese momento escuché a más de uno de los asistentes proponer que esa se convirtiese en la frase símbolo de la feria: “NO HAY”, compitiendo estrechamente con “NO SÉ”. No creo que sea lo más ajustado a la bullente realidad de la Feria. Pero igualmente tampoco creo que el infatigable entusiasmo de los asistentes alcance para sostener, defender y proyectar un evento cultural que debería convertirse en emblema de posibilidades y espacio de expresión, intercambio e inteligencia.